Abrí mi mochila del colegio, decidida a tirar todo, y lo primero que vi fue un ángel de yeso inmundo que me regaló mi ex novio y no tuve el coraje de tirar por vergüenza a lo que pueda pensar el portero.
Papeles sin importancia: cartas de amor y de cumpleaños, conversaciones mantenidas en clase con mi mejor amiga, anotaciones diversas, agendas rebosantes de stickers de Winnie The Pooh y letras de canciones de Drexler.
Un folio con la devolución de una orientación vocacional.
Hilos de colores; sobras del último collar que me hice en la playa, el que estrené la noche que conocí al cordobés que me apodó fresquita.
Bics azules, marcadores de todos los colores, gastados y no tanto, que nunca me tomé el trabajo de seleccionar y tirar.
Un CD con mi monografía de la Triple A que se apoya sobre un paraguas chiquito con la bandera gay, el mismo por el cual recorrí barrios enteros sin descanso para tenerlo sepultado descansando.
Muchísimos folletos de universidades y charlas informativas; restos de las tardes que perdí el año pasado tratando de encaminarme mientras en realidad me estaba perdiendo, me estaba desorientando en esa selva de carreras y alejándome cada vez más del punto de partida.
Revolví un poco más y me acordé lo que era tener el pelo cortito, dientes separados y ojos azules. Lo que era estar siempre sonriente y no pensar más que en dibujar, jugar al elástico y mirar el Chavo.
Pilas de figuritas de Hércules, Pokemon y lo que estuviera de moda esa semana. Late late, nola nola. ¿Me la cambiás?
El primer cuento que escribí, en el que un “ipopótamo trabieso” (verde e increíblemente parecido al de Pumper Nik), se hacía pis en la cama y se ganaba un reto de la mamá.
Vi a mi mamá, peinándome para ir al colegio, tirándome del pelo para hacerme una trenza con una hebilla roja que heredé y era mi orgullo. Vi el aerosol mata piojos que había inventado mi papá y sentí el olor agrio que te acompañaba en clase, en el recreo y hasta en el baño.
Mapas, gráficos y ejercicios de matemática eternos. Límites, asíntotas y logaritmos que colman y hasta invaden cuadernos llenos de apuntes del romanticismo y el naturalismo francés.
El olor a clavo de olor de la porcelana de mi mamá.
El mejor viaje de mi vida en ciento setenta y nueve folletos de museos y pases de subte. Tickets de creperías y una entrada al Louvre firmada por mis compañeros.
Papeles de pico dulce que fui amontonando en dos meses de noviazgo, tus manos toscas y un anillo que me regalaron que me infectó el dedo.
Mostacillas blancas, negras, amarillas, rojas, azules y verdes que usaba para hacer abejas y mariposas de alambre, que casi obligaba a mis familiares a comprar.
Un par de auriculares roto. Horquillas, gomitas, ganchos.
Un diario de viaje que, como es costumbre, no terminé.
Vi nueve sobres con plata que me daba mi abuela cada cumpleaños y una rosa seca.
Una tabla periódica gastada del uso y una calculadora dibujada con liquid paper.
Diplomas del secundario desparramados y fotocopias con ejercicios de inglés. For questions 1-8…
Vasos de más, agua en abundancia y largos en la pileta de natación. Mi gorra de baño, las antiparras y la profesora fluyendo.
Sonrisas y hoyuelos.
Estampillas, canicas de diferentes tamaños. La espera, el encuentro y la espera.
Un cuaderno con insultos a mi novio de los 13 años, y dudas existenciales acerca de la muerte.
Una manteca de cacao y labios paspados. Viento, frío y gorros de lana. Mis pies azules y la chimenea con la leña, las chispas bailando y mi papá escuchando Nana Mouskouri. Mi hermano y yo gritando, girando, bailando, igual que las chispas, al son de Xuxa y María Elena Walsh. Me dijeron que en el reino del revés nada el pájaro y vuela el pez.
Encontré mi primer par de anteojos enterrado entre cuadernos garabateados de incoherencias y diarios íntimos llenos de secretos y críticas.
La llave de un locker siempre vacío y el olor a la crema de manos de mi mamá impregnado en un pañuelo para el cuello.
Los apodos de mi papá y a mí colgada a su cuello como un monito.
Una caña de pescar sin estrenar comprada por capricho y celos.
Vacaciones arriba del auto, contar fititos y jugar al ni si, ni no, ni blanco, ni negro.
Coreografías de Chiquititas, peleas, partidos de volley y olimpíadas.
Exámenes, integradoras, parciales y pruebas sin previo estudio.
Al papá de un amigo al volante, cantándome el Twist del Mono Liso, enseñándome cada día un verso más.
Vi risas, fiestas y excesos. Vi noches divertidas y noches de helado y pañuelitos.
Vi mi desilusión, palpé mi tristeza, y me sentí renacer como el fénix.
Vi momentos kodak, vacaciones con amigas y besos en la playa.
Vi miedos y mentiras, inseguridades y chichones. Vi cicatrices y raspaduras y algún que otro pelo chamuscado.
Me vi.
Abrí mi mochila decidida a tirar todo y me di cuenta de que no podía tirar nada.
Papeles sin importancia: cartas de amor y de cumpleaños, conversaciones mantenidas en clase con mi mejor amiga, anotaciones diversas, agendas rebosantes de stickers de Winnie The Pooh y letras de canciones de Drexler.
Un folio con la devolución de una orientación vocacional.
Hilos de colores; sobras del último collar que me hice en la playa, el que estrené la noche que conocí al cordobés que me apodó fresquita.
Bics azules, marcadores de todos los colores, gastados y no tanto, que nunca me tomé el trabajo de seleccionar y tirar.
Un CD con mi monografía de la Triple A que se apoya sobre un paraguas chiquito con la bandera gay, el mismo por el cual recorrí barrios enteros sin descanso para tenerlo sepultado descansando.
Muchísimos folletos de universidades y charlas informativas; restos de las tardes que perdí el año pasado tratando de encaminarme mientras en realidad me estaba perdiendo, me estaba desorientando en esa selva de carreras y alejándome cada vez más del punto de partida.
Revolví un poco más y me acordé lo que era tener el pelo cortito, dientes separados y ojos azules. Lo que era estar siempre sonriente y no pensar más que en dibujar, jugar al elástico y mirar el Chavo.
Pilas de figuritas de Hércules, Pokemon y lo que estuviera de moda esa semana. Late late, nola nola. ¿Me la cambiás?
El primer cuento que escribí, en el que un “ipopótamo trabieso” (verde e increíblemente parecido al de Pumper Nik), se hacía pis en la cama y se ganaba un reto de la mamá.
Vi a mi mamá, peinándome para ir al colegio, tirándome del pelo para hacerme una trenza con una hebilla roja que heredé y era mi orgullo. Vi el aerosol mata piojos que había inventado mi papá y sentí el olor agrio que te acompañaba en clase, en el recreo y hasta en el baño.
Mapas, gráficos y ejercicios de matemática eternos. Límites, asíntotas y logaritmos que colman y hasta invaden cuadernos llenos de apuntes del romanticismo y el naturalismo francés.
El olor a clavo de olor de la porcelana de mi mamá.
El mejor viaje de mi vida en ciento setenta y nueve folletos de museos y pases de subte. Tickets de creperías y una entrada al Louvre firmada por mis compañeros.
Papeles de pico dulce que fui amontonando en dos meses de noviazgo, tus manos toscas y un anillo que me regalaron que me infectó el dedo.
Mostacillas blancas, negras, amarillas, rojas, azules y verdes que usaba para hacer abejas y mariposas de alambre, que casi obligaba a mis familiares a comprar.
Un par de auriculares roto. Horquillas, gomitas, ganchos.
Un diario de viaje que, como es costumbre, no terminé.
Vi nueve sobres con plata que me daba mi abuela cada cumpleaños y una rosa seca.
Una tabla periódica gastada del uso y una calculadora dibujada con liquid paper.
Diplomas del secundario desparramados y fotocopias con ejercicios de inglés. For questions 1-8…
Vasos de más, agua en abundancia y largos en la pileta de natación. Mi gorra de baño, las antiparras y la profesora fluyendo.
Sonrisas y hoyuelos.
Estampillas, canicas de diferentes tamaños. La espera, el encuentro y la espera.
Un cuaderno con insultos a mi novio de los 13 años, y dudas existenciales acerca de la muerte.
Una manteca de cacao y labios paspados. Viento, frío y gorros de lana. Mis pies azules y la chimenea con la leña, las chispas bailando y mi papá escuchando Nana Mouskouri. Mi hermano y yo gritando, girando, bailando, igual que las chispas, al son de Xuxa y María Elena Walsh. Me dijeron que en el reino del revés nada el pájaro y vuela el pez.
Encontré mi primer par de anteojos enterrado entre cuadernos garabateados de incoherencias y diarios íntimos llenos de secretos y críticas.
La llave de un locker siempre vacío y el olor a la crema de manos de mi mamá impregnado en un pañuelo para el cuello.
Los apodos de mi papá y a mí colgada a su cuello como un monito.
Una caña de pescar sin estrenar comprada por capricho y celos.
Vacaciones arriba del auto, contar fititos y jugar al ni si, ni no, ni blanco, ni negro.
Coreografías de Chiquititas, peleas, partidos de volley y olimpíadas.
Exámenes, integradoras, parciales y pruebas sin previo estudio.
Al papá de un amigo al volante, cantándome el Twist del Mono Liso, enseñándome cada día un verso más.
Vi risas, fiestas y excesos. Vi noches divertidas y noches de helado y pañuelitos.
Vi mi desilusión, palpé mi tristeza, y me sentí renacer como el fénix.
Vi momentos kodak, vacaciones con amigas y besos en la playa.
Vi miedos y mentiras, inseguridades y chichones. Vi cicatrices y raspaduras y algún que otro pelo chamuscado.
Me vi.
Abrí mi mochila decidida a tirar todo y me di cuenta de que no podía tirar nada.