Jorge Luis Borges
¿En qué reino, bajo qué silenciosa
conjunción de astros, en qué secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la alegría?
Con otoños de oro la inventaron.
El vino fluye rojo a lo largo de generaciones
como el río del tiempo y en el arduo camino
nos prodiga su música, su fuego y sus leones.
En la noche del júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el espanto
y el diritambo nuevo que este día le canto
otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
... ...
domingo, 30 de septiembre de 2007
Luis de Góngora
Al nacimiento de Cristo, nuestro Señor
Pender de un leño, traspasado el pecho,
y de espinas clavadas ambas sienes,
dar tus mortales penas en rehenes
de nuestra gloria, bien fue heroico hecho;
pero más fue nacer en tanto estrecho,
donde, para mostrar en nuestros bienes
a donde bajas y de donde vienes,
no quiere un portalillo tener techo.
No fue ésta más hazaña, oh gran Dios mío,
del tiempo por haber la helada ofensa
vencido en flaca edad con pecho fuerte
(que más fue sudar sangre que haber frío),
sino por haber distancia más inmensa
de Dios a hombre, que de hombre a muerte.
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Pender de un leño, traspasado el pecho,
y de espinas clavadas ambas sienes,
dar tus mortales penas en rehenes
de nuestra gloria, bien fue heroico hecho;
pero más fue nacer en tanto estrecho,
donde, para mostrar en nuestros bienes
a donde bajas y de donde vienes,
no quiere un portalillo tener techo.
No fue ésta más hazaña, oh gran Dios mío,
del tiempo por haber la helada ofensa
vencido en flaca edad con pecho fuerte
(que más fue sudar sangre que haber frío),
sino por haber distancia más inmensa
de Dios a hombre, que de hombre a muerte.
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Rainer María Rilke
Rainer María Rilke, "Elegía de Duino" y "Sonetos a Orfeo", Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1970, p. 88. Versión española de José Vicente Álvarez.
Poema nro. 29 (último) de "Sonetos a Orfeo"
29.
Siente, amigo de tantas lejanías,
cómo el espacio con tu aliento crece.
Hazte tañer de bronce en la armadura
de la sombría torre. Se hará fuerte
con su alimento lo que en ti se nutre.
En la metamorfosis entra y sale.
¿Cuál es la más penosa de tus pruebas?
Si amargo te es beber ¡cámbiate en vino!
Sé, en esta noche de desmán, conjuro
cuando entre sí se crucen tus sentidos;
sé de este raro encuentro su sentido.
Y si lo que es terrestre te olvidara,
a la tranquila tierra dile: Fluyo;
al agua presurosa dile: Soy.
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Poema nro. 29 (último) de "Sonetos a Orfeo"
29.
Siente, amigo de tantas lejanías,
cómo el espacio con tu aliento crece.
Hazte tañer de bronce en la armadura
de la sombría torre. Se hará fuerte
con su alimento lo que en ti se nutre.
En la metamorfosis entra y sale.
¿Cuál es la más penosa de tus pruebas?
Si amargo te es beber ¡cámbiate en vino!
Sé, en esta noche de desmán, conjuro
cuando entre sí se crucen tus sentidos;
sé de este raro encuentro su sentido.
Y si lo que es terrestre te olvidara,
a la tranquila tierra dile: Fluyo;
al agua presurosa dile: Soy.
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Hugo Mujica
Sonata
24.
cuando no hay muros
tampoco ecos
sólo lluvia
cayendo
hacia
siempre
sólo el mendigo durmiendo
sobre un banco
como sobre la palma del mundo
... ...
24.
cuando no hay muros
tampoco ecos
sólo lluvia
cayendo
hacia
siempre
sólo el mendigo durmiendo
sobre un banco
como sobre la palma del mundo
... ...
Ciégate. Paul Celan
Ciégate para siempre:
también la eternidad está llena de ojos-
allí
se ahoga lo que hizo caminar a las imágenes
al término en que han aparecido,
allí se extingue lo que del lenguaje
también te ha retirado con un gesto,
lo que dejabas iniciarse como
la danza de dos palabras
sólo hechas de otoño y seda y nada.
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también la eternidad está llena de ojos-
allí
se ahoga lo que hizo caminar a las imágenes
al término en que han aparecido,
allí se extingue lo que del lenguaje
también te ha retirado con un gesto,
lo que dejabas iniciarse como
la danza de dos palabras
sólo hechas de otoño y seda y nada.
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Algunas bellas ideas de Todorov
Tzvetan Todorov, "Crítica de la Crítica", Paidós, Barcelona, 1991. Traducción de José Sanchez Lecuna.
Título original: "Critique de la critique. Un roman d´apprentissage", Editions du Seuil, París, 1984.
Dos fragmentos:
1. Página 97 (en capítulo titulado "Conocimiento y compromiso", acerca de Northrop Frye, crítico canadiense de los 60´s - 70´s):
"La democracia, que es la forma social en la cual vivimos, se sitúa claramente del lado de la libertad, de la tolerancia y del individualismo. ¿Es decir que todo compromiso ha desaparecido o debe desaparecer? De ninguna manera; pero el papel que desempeña la ciencia modifica el lugar del compromiso. Una mitología que sólo tiene en cuenta la creencia o, lo que viene a ser lo mismo, que reivindica para ella misma tanto la verdad de autoridad como la verdad de correspondencia, es necesariamente una mitología cerrada. Pero una sociedad que reconoce la copresencia necesaria de libertad y de compromiso, de ciencia y de mitología, puede disponer de una mitología abierta, y es la única a la que debe aspirar la sociedad democrática. Esta mitología no es más que «una pluralidad de mitos de compromiso, donde el Estado asume la tarea de mantener la paz entre ellos» (The Critical Path, pág. 106). Esto no quiere decir de ninguna manera, como a veces se cree apresuradamente, que en una sociedad semejante todos los valores son relativos (al no depender sino de los puntos de vista) ni que se renuncia a toda verdad de autoridad; lo que se modifica es la función de esta verdad: más que obligación previa, se convierte en el horizonte común de un diálogo donde se enfrentan opiniones diferentes; es lo que hace posible este diálogo".
2. Página 85 (en capítulo titulado "Lo humano y lo interhumano", acerca de Mijaíl Bajtin, crítico ruso de los 30´s - 60´s):
Todorov dice que Bajtín "anuncia (antes que practicar) una nueva forma" de crítica literaria "que merecería recibir el nombre de crítica dialógica" (dialógico viene de diálogo).
Todorov: "Recordemos la ruptura introducida por el Tratado teológico-político de Spinoza y sus consecuencias: la transformación del texto estudiado en objeto. Para Bajtín, semejante tratamiento del problema deforma peligrosamente la naturaleza del discurso humano. Reducir al otro (aquí el autor estudiado) a un objeto, es ignorar su característica principal, a saber, que es un sujeto, precisamente, es decir, alguien que habla, exactamente como lo hago yo al disertar acerca de él. ¿Pero cómo volver a darle la palabra? Reconociendo el parectesco de nuestros discursos, viendo en su yuxtaposición, no la del metalenguaje-objeto, sino el empleo de una forma discursiva mucho más familiar: el diálogo. Ahora bien, si acepto que nuestros dos discursos están en relación dialógica, acepto también volver a hacerme la pregunta acerca de la verdad. Esto no significa volver a la situación anterior a Spinoza, cuando los Padres de la Iglesia aceptaban situarse en el terreno de la verdad porque creían ser sus dueños. Se aspira aquí a buscar la verdad, más que a considerarla dada de antemano: es un horizonte último y una idea reguladora. Como escribe Bajtín:
Para la crítica dialógica, la verdad existe pero no se la posee. Por consiguiente, encontramos de nuevo en Bajtín un acercamiento entre la crítica y su objeto (la literatura), pero no tiene el mismo sentido que en los críticos-escritores franceses. Para Blanchot y Barthes, ambas se parecen por la ausencia de toda relación con la verdad; para Bajtín, porque ambas están comprometidas con su búsqueda, sin que una resulte privilegiada respecto a la otra".
"Semejante concepción de la crítica", agrega Todorov, "tiene repercusiones importantes sobre la metodología de todas las ciencias humanas".
Título original: "Critique de la critique. Un roman d´apprentissage", Editions du Seuil, París, 1984.
Dos fragmentos:
1. Página 97 (en capítulo titulado "Conocimiento y compromiso", acerca de Northrop Frye, crítico canadiense de los 60´s - 70´s):
"La democracia, que es la forma social en la cual vivimos, se sitúa claramente del lado de la libertad, de la tolerancia y del individualismo. ¿Es decir que todo compromiso ha desaparecido o debe desaparecer? De ninguna manera; pero el papel que desempeña la ciencia modifica el lugar del compromiso. Una mitología que sólo tiene en cuenta la creencia o, lo que viene a ser lo mismo, que reivindica para ella misma tanto la verdad de autoridad como la verdad de correspondencia, es necesariamente una mitología cerrada. Pero una sociedad que reconoce la copresencia necesaria de libertad y de compromiso, de ciencia y de mitología, puede disponer de una mitología abierta, y es la única a la que debe aspirar la sociedad democrática. Esta mitología no es más que «una pluralidad de mitos de compromiso, donde el Estado asume la tarea de mantener la paz entre ellos» (The Critical Path, pág. 106). Esto no quiere decir de ninguna manera, como a veces se cree apresuradamente, que en una sociedad semejante todos los valores son relativos (al no depender sino de los puntos de vista) ni que se renuncia a toda verdad de autoridad; lo que se modifica es la función de esta verdad: más que obligación previa, se convierte en el horizonte común de un diálogo donde se enfrentan opiniones diferentes; es lo que hace posible este diálogo".
2. Página 85 (en capítulo titulado "Lo humano y lo interhumano", acerca de Mijaíl Bajtin, crítico ruso de los 30´s - 60´s):
Todorov dice que Bajtín "anuncia (antes que practicar) una nueva forma" de crítica literaria "que merecería recibir el nombre de crítica dialógica" (dialógico viene de diálogo).
Todorov: "Recordemos la ruptura introducida por el Tratado teológico-político de Spinoza y sus consecuencias: la transformación del texto estudiado en objeto. Para Bajtín, semejante tratamiento del problema deforma peligrosamente la naturaleza del discurso humano. Reducir al otro (aquí el autor estudiado) a un objeto, es ignorar su característica principal, a saber, que es un sujeto, precisamente, es decir, alguien que habla, exactamente como lo hago yo al disertar acerca de él. ¿Pero cómo volver a darle la palabra? Reconociendo el parectesco de nuestros discursos, viendo en su yuxtaposición, no la del metalenguaje-objeto, sino el empleo de una forma discursiva mucho más familiar: el diálogo. Ahora bien, si acepto que nuestros dos discursos están en relación dialógica, acepto también volver a hacerme la pregunta acerca de la verdad. Esto no significa volver a la situación anterior a Spinoza, cuando los Padres de la Iglesia aceptaban situarse en el terreno de la verdad porque creían ser sus dueños. Se aspira aquí a buscar la verdad, más que a considerarla dada de antemano: es un horizonte último y una idea reguladora. Como escribe Bajtín:
Hay que decir que tanto el relativismo como el dogmatismo excluyen igualmente
toda discusión, todo diálogo auténtico, volviéndolos ora inútiles (el
relativismo), ora imposibles (el dogmatismo) ( Dostoievsky, p. 93).
Para la crítica dialógica, la verdad existe pero no se la posee. Por consiguiente, encontramos de nuevo en Bajtín un acercamiento entre la crítica y su objeto (la literatura), pero no tiene el mismo sentido que en los críticos-escritores franceses. Para Blanchot y Barthes, ambas se parecen por la ausencia de toda relación con la verdad; para Bajtín, porque ambas están comprometidas con su búsqueda, sin que una resulte privilegiada respecto a la otra".
"Semejante concepción de la crítica", agrega Todorov, "tiene repercusiones importantes sobre la metodología de todas las ciencias humanas".
Dos interpretaciones de Arthur Rimbaud
Reseña publicada por JORGE LUIS BORGES en la revista "El Hogar".
Una desatinada convención de origen francés ha resuelto que en Francia no se producen hombres de genio y que esa laboriosa república se limita a organizar y a pulir las materias espirituales que importa. Por ejemplo: una buena mitad de los poetas franceses de hoy proceden de Walt Whitman; por ejemplo: el surréalisme o "sobrerrealismo" francés es una mera reedición anacrónica del expresionismo alemán.
Esa convención, como puede advertir el lector, es dos veces denigrativa: acusa de barbarie a todos los países del mundo y de esterilidad a Francia. La obra de Jean Arthur Rimbaud es una de las múltiples pruebas -quizá la más brillante- de la plenaria falsedad de lo último.
Dos industriosos libros sobre Rimbaud han salido en París. Uno (el de Daniel-Rops) "estudia" a Rimbaud desde un punto de vista católico; el otro (el de los señores Gauclére y Etiemble), desde el fastidioso punto de vista del materialismo dialéctico. Inútil agregar que al primero le importa mucho más el catolicismo que la poesía de Rimbaud, y que a los últimos les interesa menos Rimbaud que el materialismo dialéctico.
"El dilema de Rimbaud –escribe el señor Daniel-Rops –no es susceptible de explicación estética." Lo cual, para el señor Daniel-Rops, quiere decir que es susceptible de una explicación religiosa. La ensaya: el resultado es interesante pero no decisivo, ya que Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg), sino un artista en busca de experiencias que no logró. He aquí sus palabras:
Procuré inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales… Ahora debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos. Una bella gloria de artista y de narrador me ha sido arrebatada. Me han devuelto a la tierra. ¡A mí! A mí, que me soñé mago o ángel…
Una desatinada convención de origen francés ha resuelto que en Francia no se producen hombres de genio y que esa laboriosa república se limita a organizar y a pulir las materias espirituales que importa. Por ejemplo: una buena mitad de los poetas franceses de hoy proceden de Walt Whitman; por ejemplo: el surréalisme o "sobrerrealismo" francés es una mera reedición anacrónica del expresionismo alemán.
Esa convención, como puede advertir el lector, es dos veces denigrativa: acusa de barbarie a todos los países del mundo y de esterilidad a Francia. La obra de Jean Arthur Rimbaud es una de las múltiples pruebas -quizá la más brillante- de la plenaria falsedad de lo último.
Dos industriosos libros sobre Rimbaud han salido en París. Uno (el de Daniel-Rops) "estudia" a Rimbaud desde un punto de vista católico; el otro (el de los señores Gauclére y Etiemble), desde el fastidioso punto de vista del materialismo dialéctico. Inútil agregar que al primero le importa mucho más el catolicismo que la poesía de Rimbaud, y que a los últimos les interesa menos Rimbaud que el materialismo dialéctico.
"El dilema de Rimbaud –escribe el señor Daniel-Rops –no es susceptible de explicación estética." Lo cual, para el señor Daniel-Rops, quiere decir que es susceptible de una explicación religiosa. La ensaya: el resultado es interesante pero no decisivo, ya que Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg), sino un artista en busca de experiencias que no logró. He aquí sus palabras:
Procuré inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales… Ahora debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos. Una bella gloria de artista y de narrador me ha sido arrebatada. Me han devuelto a la tierra. ¡A mí! A mí, que me soñé mago o ángel…
Anderson Imbert
Consenso de dos, Corregidor, Buenos Aires, 1999.
Transcribo:
1. Prólogo del autor a su libro de cuentos.
2. El quinto de una serie de textos del libro reunidos bajo el título de "Casos".
Prólogo, págs. 7-8
Hace años describí, lo más concisamente que pude, el tipo de cuento que prefiero: “El cuento es una narración breve en prosa que, por mucho que se apoye en un acontecer real, revela siempre la imaginación de un narrador individual. La acción -cuyos agentes son hombres, animales humanizados o cosas inanimadas- consta de una serie de acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y distensiones, graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un desenlace satisfactorio” (Teoría y técnica del cuento, 1979).
Decir que el cuento “revela siempre la imaginación de un narrador individual” fue una verdad a medias porque lo que revela es la totalidad de la conciencia. Sin duda en el proceso de la creación de un cuento la imaginación prevalece pero al mismo tiempo cada cuento acentúa una u otra de las demás funciones mentales: la percepción, el sentimiento, la memoria, la fantasía, la voluntad, la inteligencia… Indivisible la unidad de la conciencia: indivisible la unidad del cuento. Solamente se corren los acentos.
Y a propósito de la inteligencia: escribimos con palabras, que son formas lógicas, y ya este hecho impone un tono intelectual a la escritura, por más que intentemos expresar una experiencia profunda, irracional, íntima, poética.
Hay diferencias entre el lenguaje discursivo de la ciencia, que es comunicación de lo conceptual, general, y el lenguaje lírico de la poesía, que es expresión de lo intuitivo, particular: pero el lenguaje narrativo evita ambos extremos y crea su propio mundo imaginativo sin prescindir del conocimiento del mundo externo.
La combinación de inteligencia e imaginación suele caer en la alegoría, que transforma ideas en figuras. Lamentaría que “Parada en la línea del 107” fuera juzgado como cuento alegórico, donde la filosofía se disfraza de ficción.
El resto de la colección es normal. Algunos cuentos son ensayísticos, como “Inter-yoes e Intra-textos” o “Teatro del absurdo”. Otros son fantásticos, con intervención de lo sobrenatural, como los de “Apócrifos” o “Vudú Gegé”. Hay cuentos de realismo mágico, con un aire extraño, como en “Soy aéreo” o “Su mayor deseo”. Más o menos imaginativos, más o menos inteligentes, todos los cuentos están construidos como un juego de buen humor.
Casos, págs. 138-139
5. Por los clavos de Cristo
Puedo imaginar los sentimientos de la mujer que, en un ataque de locura religiosa, fue a la iglesia y, compadecida ante un Cristo ensangrentado por las espinas de la corona, se subió al altar y con unas tenazas se puso a arrancárselas (en realidad son clavos hundidos en la frente de madera).
En cambio me cuesta imaginar qué sintió el cura cuando, a los gritos de “¡sacrilegio, sacrilegio!”, detuvo a la mujer y después, a martillazos volvió a meter los clavos en la cabeza de su Señor.
Transcribo:
1. Prólogo del autor a su libro de cuentos.
2. El quinto de una serie de textos del libro reunidos bajo el título de "Casos".
Prólogo, págs. 7-8
Hace años describí, lo más concisamente que pude, el tipo de cuento que prefiero: “El cuento es una narración breve en prosa que, por mucho que se apoye en un acontecer real, revela siempre la imaginación de un narrador individual. La acción -cuyos agentes son hombres, animales humanizados o cosas inanimadas- consta de una serie de acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y distensiones, graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un desenlace satisfactorio” (Teoría y técnica del cuento, 1979).
Decir que el cuento “revela siempre la imaginación de un narrador individual” fue una verdad a medias porque lo que revela es la totalidad de la conciencia. Sin duda en el proceso de la creación de un cuento la imaginación prevalece pero al mismo tiempo cada cuento acentúa una u otra de las demás funciones mentales: la percepción, el sentimiento, la memoria, la fantasía, la voluntad, la inteligencia… Indivisible la unidad de la conciencia: indivisible la unidad del cuento. Solamente se corren los acentos.
Y a propósito de la inteligencia: escribimos con palabras, que son formas lógicas, y ya este hecho impone un tono intelectual a la escritura, por más que intentemos expresar una experiencia profunda, irracional, íntima, poética.
Hay diferencias entre el lenguaje discursivo de la ciencia, que es comunicación de lo conceptual, general, y el lenguaje lírico de la poesía, que es expresión de lo intuitivo, particular: pero el lenguaje narrativo evita ambos extremos y crea su propio mundo imaginativo sin prescindir del conocimiento del mundo externo.
La combinación de inteligencia e imaginación suele caer en la alegoría, que transforma ideas en figuras. Lamentaría que “Parada en la línea del 107” fuera juzgado como cuento alegórico, donde la filosofía se disfraza de ficción.
El resto de la colección es normal. Algunos cuentos son ensayísticos, como “Inter-yoes e Intra-textos” o “Teatro del absurdo”. Otros son fantásticos, con intervención de lo sobrenatural, como los de “Apócrifos” o “Vudú Gegé”. Hay cuentos de realismo mágico, con un aire extraño, como en “Soy aéreo” o “Su mayor deseo”. Más o menos imaginativos, más o menos inteligentes, todos los cuentos están construidos como un juego de buen humor.
Casos, págs. 138-139
5. Por los clavos de Cristo
Puedo imaginar los sentimientos de la mujer que, en un ataque de locura religiosa, fue a la iglesia y, compadecida ante un Cristo ensangrentado por las espinas de la corona, se subió al altar y con unas tenazas se puso a arrancárselas (en realidad son clavos hundidos en la frente de madera).
En cambio me cuesta imaginar qué sintió el cura cuando, a los gritos de “¡sacrilegio, sacrilegio!”, detuvo a la mujer y después, a martillazos volvió a meter los clavos en la cabeza de su Señor.
El periodismo y las excepciones. Quintín
Perfil, sección Cultura, contratapa, 15 de octubre de 2006
“Mentor intelectual: Juan José Sebreli” (?)
Contratapistas: Quintín, Damián Tabarovsky
El periodismo y las excepciones
Por Quintín
Sin inventar nada es una traducción reciente de las memorias de Lev E. Razgón, un escritor que pasó muchos años de su vida como huésped del Gulag soviético. Los campos stalinistas (que, en realidad, empezaron con Lenin y llegaron hasta el final del régimen) difieren de los lager nazis en dos aspectos importantes. Uno es que, aunque los rusos hayan producido más muertes, sus objetivos excedían el exterminio de los detenidos, ya que el producto de la mano de obra esclava era importante para la economía socialista. El segundo es que, en el caso alemán, los carceleros SS eran declarados enemigos de los prisioneros (judíos, gitanos, comunistas u homosexuales) mientras que la vaguedad de los delitos atribuidos zek (tales como “propaganda contrarrevolucionaria”) no los diferenciaba en esencia de sus captores. Como en Alemania, en la Unión Soviética el terror universal y el aparato represivo eran componentes esenciales del sistema, pero se podía pasar con cierta facilidad de un lado al otro del mostrador “concentracionario”, especialmente en una dirección: cualquiera podía acabar adentro.
Antes de su cautiverio, el propio Razgón era un miembro del partido y un comunista convencido. Entre sus amigos y su familia figuraban dirigentes importantes y no faltaban, incluso, jerarcas de los servicios de inteligencia. La caída en desgracia de estos personajes durante una de las purgas de Stalin arrastró a Razgón a la cárcel, donde tuvo tiempo de cambiar de opinión sobre algunas cuestiones y revisar su vida previa, cuando era una joven promesa del periodismo.
Como tal, le tocó un día visitar un reformatorio y su informe se limitó a destacar las buenas condiciones de higiene del establecimiento. “Ni dije una sola palabra de los niños que temblaban de miedo ante el menor grito de los guardias, de las palizas que propinaban los grandes a los pequeños, de la jerarquía de la cárcel según la cual cuanto más pequeño y débil era uno, peor le iba… No dije que los muchachos más pequeños se habían convertido en rehenes de los semibandidos de mayor edad, que ayudaban a la administración a controlar la población de la cárcel”. Esa omisión mentirosa le parece al autor “la más imperdonable de las muchas cosas que pude haber escrito”.
En el libro se cuentan atrocidades mucho más llamativas, pero en ese párrafo están resumidas las características de una sociedad regida por el autoritarismo y la explotación, la delación y la denuncia, la corrupción y la violencia. Esas tradiciones han engendrado en buena medida la Rusia de hoy con su concentración de poder, sus mafias millonarias y un presidente que proviene del viejo aparato de seguridad y continúa sus prácticas. Es un país donde sigue siendo muy peligroso para un periodista decir cosas que no le agradan al Estado, como lo demostró hace pocos días el asesinato de Anna Politkovskaya.
Otra característica del Gulag fue que, a pesar de sus dantescas dimensiones y de las inocultables evidencias de lo que estaba ocurriendo, una parte importante de los intelectuales y la prensa de Occidente se negó a reconocer el genocidio o lo calificó de “un exceso justificable”, que no impedía ni descalificaba el apoyo al régimen. La historia se fue repitiendo en relación con China, Camboya, Cuba y el resto de las dictaduras del bloque y hasta hubo clientes para Albania y Corea del Norte. La lógica de los que escriben para el poder tiene esos dos movimientos. Primero negar y luego minimizar lo que éste tiene de atroz o de antidemocrático. Leo en un diario oficial el panegírico semanal que un periodista le dedica al presidente argentino. En un pequeño recuadro, sin embargo, le critica el apoyo a la reelección de Rovira. Pero el título lo dice todo: “Misiones, una excepción”. Una excepción o cien, nada le hará cambiar el discurso. Aunque parezca que se puede hacer de muchas maneras, el periodismo se acerca finalmente a Razgón o Politkovskaya.
“Mentor intelectual: Juan José Sebreli” (?)
Contratapistas: Quintín, Damián Tabarovsky
El periodismo y las excepciones
Por Quintín
Sin inventar nada es una traducción reciente de las memorias de Lev E. Razgón, un escritor que pasó muchos años de su vida como huésped del Gulag soviético. Los campos stalinistas (que, en realidad, empezaron con Lenin y llegaron hasta el final del régimen) difieren de los lager nazis en dos aspectos importantes. Uno es que, aunque los rusos hayan producido más muertes, sus objetivos excedían el exterminio de los detenidos, ya que el producto de la mano de obra esclava era importante para la economía socialista. El segundo es que, en el caso alemán, los carceleros SS eran declarados enemigos de los prisioneros (judíos, gitanos, comunistas u homosexuales) mientras que la vaguedad de los delitos atribuidos zek (tales como “propaganda contrarrevolucionaria”) no los diferenciaba en esencia de sus captores. Como en Alemania, en la Unión Soviética el terror universal y el aparato represivo eran componentes esenciales del sistema, pero se podía pasar con cierta facilidad de un lado al otro del mostrador “concentracionario”, especialmente en una dirección: cualquiera podía acabar adentro.
Antes de su cautiverio, el propio Razgón era un miembro del partido y un comunista convencido. Entre sus amigos y su familia figuraban dirigentes importantes y no faltaban, incluso, jerarcas de los servicios de inteligencia. La caída en desgracia de estos personajes durante una de las purgas de Stalin arrastró a Razgón a la cárcel, donde tuvo tiempo de cambiar de opinión sobre algunas cuestiones y revisar su vida previa, cuando era una joven promesa del periodismo.
Como tal, le tocó un día visitar un reformatorio y su informe se limitó a destacar las buenas condiciones de higiene del establecimiento. “Ni dije una sola palabra de los niños que temblaban de miedo ante el menor grito de los guardias, de las palizas que propinaban los grandes a los pequeños, de la jerarquía de la cárcel según la cual cuanto más pequeño y débil era uno, peor le iba… No dije que los muchachos más pequeños se habían convertido en rehenes de los semibandidos de mayor edad, que ayudaban a la administración a controlar la población de la cárcel”. Esa omisión mentirosa le parece al autor “la más imperdonable de las muchas cosas que pude haber escrito”.
En el libro se cuentan atrocidades mucho más llamativas, pero en ese párrafo están resumidas las características de una sociedad regida por el autoritarismo y la explotación, la delación y la denuncia, la corrupción y la violencia. Esas tradiciones han engendrado en buena medida la Rusia de hoy con su concentración de poder, sus mafias millonarias y un presidente que proviene del viejo aparato de seguridad y continúa sus prácticas. Es un país donde sigue siendo muy peligroso para un periodista decir cosas que no le agradan al Estado, como lo demostró hace pocos días el asesinato de Anna Politkovskaya.
Otra característica del Gulag fue que, a pesar de sus dantescas dimensiones y de las inocultables evidencias de lo que estaba ocurriendo, una parte importante de los intelectuales y la prensa de Occidente se negó a reconocer el genocidio o lo calificó de “un exceso justificable”, que no impedía ni descalificaba el apoyo al régimen. La historia se fue repitiendo en relación con China, Camboya, Cuba y el resto de las dictaduras del bloque y hasta hubo clientes para Albania y Corea del Norte. La lógica de los que escriben para el poder tiene esos dos movimientos. Primero negar y luego minimizar lo que éste tiene de atroz o de antidemocrático. Leo en un diario oficial el panegírico semanal que un periodista le dedica al presidente argentino. En un pequeño recuadro, sin embargo, le critica el apoyo a la reelección de Rovira. Pero el título lo dice todo: “Misiones, una excepción”. Una excepción o cien, nada le hará cambiar el discurso. Aunque parezca que se puede hacer de muchas maneras, el periodismo se acerca finalmente a Razgón o Politkovskaya.
Mario Vargas Llosa
PROLOGO A ENTRE SARTRE Y CAMUS
Estos textos fueron dictados por la transeúnte actualidad y publicados en periódicos y revistas a lo largo de veinte años. Dicen más sobre quien los escribió que sobre Sartre, Camus o Simone de Beauvoir. Están plagados de contradicciones, repeticiones y rectificaciones y acaso eso sea lo único que los justifique: mostrar el itinerario de un latinoamericano que hizo su aprendizaje intelectual deslumbrado por la inteligencia y los vaivenes dialécticos de Sartre y terminó abrazando el reformismo libertario de Camus.
Bajo su aparente desorden, les da unidad la polémica que aquellos dos príncipes de la corte literaria francesa sostuvieron en los años cincuenta y de la que cada artículo da testimonio parcial e, incluso, tendencioso, pues era una polémica que, sin saberlo, también se llevaba a cabo en mí y conmigo mismo. Estos textos indican que a lo largo de esos veinte años los temas y argumentos esgrimidos por Sartre y Camus reaparecían una y otra vez en lo que yo pensaba y escribía, resucitados por las nuevas experiencias políticas y mi propia aventura personal obligándome a revisarlos bajo esas nuevas luces, a repensarlos y a repensarme hasta acabar dándole la razón a Camus dos décadas después de habérsela dado a Sartre.
Vale la pena recordar ahora, pues pocos lo hacen, esa célebre polémica del verano parisino de 1952, que tuvo como escenario las páginas de Les Temps Modernes y que opuso a los autores de La náusea y La peste, hasta entonces amigos y aliados y las dos figuras más influyentes del momento en la Europa que se levantaba de las ruinas de la guerra. Fue un hermoso espectáculo, en la mejor tradición de esos fuegos de artificio dialéctico en los que ningún pueblo ha superado a los franceses, con un formidable despliegue, por ambas partes, de buena retórica, desplantes teatrales, golpes bajos, fintas y zarpazos, y una abundancia de ideas que producía vértigo. Es significativo que yo sólo conociera la polémica meses más tarde, gracias a una crónica de la revista Sur, y que sólo pudiera leerla uno o dos años después, ayudado por diccionarios y por la paciencia de Madame del Solar, mi profesora de la Alianza Francesa.
Las circunstancias han cambiado, los polemistas han muerto y desde entonces han surgido dos generaciones de escritores. Pero aquella polémica es aún actual. Cada mañana la reactualizan los diarios, con su ración de estragos, y los dilemas políticos y morales en que nos sumen. Los casi treinta años transcurridos han despejado el terreno llevándose la hojarasca. Ya no importa saber si lo que originó la discusión fue, meramente, el disgusto que produjo a Camus el artículo que sobre El hombre rebelde escribió Francis Jeanson en Les Temps Modernes o si esto fue apenas la gota que desbordó el vaso de una diferencia ideológica que había venido incubándose hacía tiempo y que alcanzó su climax con la revelación de la existencia de campos de trabajo forzado en la URSS, hecho ante el que Sartre y Camus reaccionaron de manera diametralmente opuesta.
Cuando uno lo relee, ahora, descubre que lo sustancial del debate consistió en saber si la Historia lo es todo o es sólo un aspecto del destino humano, y si la moral existe autónomamente, como realidad que trasciende el acontecer politico y la praxis social o está visceralmente ligada al desenvolvimiento histórico y la vida colectiva. Son estos temas los que abren un abismo entre los contendores, a pesar de lo mucho que los unía. Ninguno de ellos era un ‘conservador’, satisfecho de la sociedad en que vivía; a ambos escandalizaban las injusticias, la pobreza, la condición obrera, el colonialismo, y ambos anhelaban un cambio profundo de la sociedad. Ninguno de ellos creía en Dios y ambos se llamaban socialistas, aunque ninguno estaba inscrito en un partido y aunque la palabra significara algo distinto para cada cual.
Pero para Sartre no había manera de escapar a la Historia, esa Mesalina del siglo XX. Su metáfora de la pileta es inequívoca. Es posible que las aguas estén llenas de barro y de sangre, pero, qué remedio, estamos zambullidos en ellas y hay que aceptar la realidad, la única con la que contamos. En esta piscina que compartimos hay una división primera y primordial que opone a exptotadores y explotados, a ricos y pobres, a libres y esclavos, a un orden social que nace y otro que decline. A diferencia de los comunistas ortodoxos, que se niegan a ver los crímenes que se cometen en su propio campo, Sartre los reconoce y los condena. Así lo ha hecho con los campos de trabajo forzado en la URSS., por ejemplo. Pero, para él, la única manera legítima de criticar los ‘errores’ del socialismo, las ‘deficiencias’ del marxismo, el ‘dogmatismo’ del partido comunista es a partir de una solidaridad previa y total con quienes -la URSS, la filosofía marxista, los partidos pro-soviéticos- encarnan la causa del progreso, a pesar de todo. Los crímenes de Stalin son abominables, sin duda. Pero peores son aquellos que convierten a la mayoría de la humanidad en una mera fuerza de trabajo, destinada a llenar los bolsillos de la minoría que es dueña del capital y de los útiles de producción y que ejerce, en la práctica, el monopolio de la cultura, la libertad y el ocio. La guerra entre ambos órdenes es a muerte y no hay manera de ser neutral ni indiferente. Quien pretende serlo lo único que logra es volverse un instrumento inerte en manos de uno u otro bando. Por eso hay que tomar partido, y él lo hace en nombre del realismo y de una moral práctica. Con todos sus defectos, la URSS y el socialismo marxista representan la opción de la justicia; el capitalismo, aunque tenga aspectos positivos, hecho el balance será siempre la alternativa de la injusticia.
Para Camus este ‘realismo’ abré las puertas al cinismo político y legitima la horrible creencia de que la verdad, en el dominio de la Historia, está determinada por el éxito. Para él, el hecho de que el socialismo, que representó, en un momento, la esperanza de un mundo mejor, haya recurrido al crimen y al terror, valiéndose de campos de concentración para silenciar a sus opositores -o, mejor dicho, a los opositores de Stalin- lo descalifica y lo confunde con quienes, en la trinchera opuesta, reprimen, explotan y mantienen estructuras económicas intolerables. No hay terror de signo positivo y de signo negativo. La práctica del terror aparta al socialismo de los que fueron sus objetivos, lo vuelve 'cesarista y autoritario’ y lo priva de su arma más importante: el crédito moral. Negarse a elegir entre dos clases de injusticia o de barbarie no es jugar al avestruz ni al arcángel sino reivindicar para el hombre un destino superior al que las ideologías y los gobiernos contemporáneos en pugna quieren reducirlo. Hay un reducto de lo humano que la Historia no llega a domesticar ni a explicar: aquel que hace del hombre alguien capaz de gozar y de soñar, alguien que busca la felicidad del instante como una borrachera que lo arranca al sentimiento de la absurdidad de su condición, abocadaa la muerte. Las razones de la Historia son siempre las de la eficacia, la acción y la razón. Pero el hombre es eso y algo más: contemplación, sinrazón, pasión. Las utopías revolucionarias han causado tanto sufrimiento porque lo olvidaron y, por eso, hay que combatir contra ellas cuando, como ha ocurrido con el socialismo, los medios de que se valen empiezan a corromper los fines hermosos para los que nacieron. El combate contra la injusticia es moral antes que político y puede, en términos htstórtcos, ser inútil y estar condenado al fracaso. No importa. Hay que librarlo, aun cuando sea sin hacerse ilusiones sobre el resultado, pues sería peor admitir que no hay otra alternativa para los seres humanos que escoger entre la explotación económica y la esclavitud política.
¿Quién ganó ese debate? Me atrevo a pensar que, así como en este librito comienza ganándolo Sartre para luego perderlo, se trata de un debate abierto y escurridizo, de resultados cambiantes según las personas que lo protagonizan periódicamente y los acontecimientos políticos y sociales que, a cada rato, lo reavivan y enriquecen con nuevos datos e ideas. ¿Reforma o revolución? ¿Realismo o idealismo político? ¿Historia y moral o Moral e historia? ¿La sociedad es la reina o el individuo es el rey? Resumidos hasta el esqueleto los términos de la polémica, surge la sospecha de que Sartre y Camus fueran apenas los efímeros y brillantes rivales de una disputa vieja como la Historia y que probablemente durará lo que dure la Historia.
Lima, Junio 1981
Estos textos fueron dictados por la transeúnte actualidad y publicados en periódicos y revistas a lo largo de veinte años. Dicen más sobre quien los escribió que sobre Sartre, Camus o Simone de Beauvoir. Están plagados de contradicciones, repeticiones y rectificaciones y acaso eso sea lo único que los justifique: mostrar el itinerario de un latinoamericano que hizo su aprendizaje intelectual deslumbrado por la inteligencia y los vaivenes dialécticos de Sartre y terminó abrazando el reformismo libertario de Camus.
Bajo su aparente desorden, les da unidad la polémica que aquellos dos príncipes de la corte literaria francesa sostuvieron en los años cincuenta y de la que cada artículo da testimonio parcial e, incluso, tendencioso, pues era una polémica que, sin saberlo, también se llevaba a cabo en mí y conmigo mismo. Estos textos indican que a lo largo de esos veinte años los temas y argumentos esgrimidos por Sartre y Camus reaparecían una y otra vez en lo que yo pensaba y escribía, resucitados por las nuevas experiencias políticas y mi propia aventura personal obligándome a revisarlos bajo esas nuevas luces, a repensarlos y a repensarme hasta acabar dándole la razón a Camus dos décadas después de habérsela dado a Sartre.
Vale la pena recordar ahora, pues pocos lo hacen, esa célebre polémica del verano parisino de 1952, que tuvo como escenario las páginas de Les Temps Modernes y que opuso a los autores de La náusea y La peste, hasta entonces amigos y aliados y las dos figuras más influyentes del momento en la Europa que se levantaba de las ruinas de la guerra. Fue un hermoso espectáculo, en la mejor tradición de esos fuegos de artificio dialéctico en los que ningún pueblo ha superado a los franceses, con un formidable despliegue, por ambas partes, de buena retórica, desplantes teatrales, golpes bajos, fintas y zarpazos, y una abundancia de ideas que producía vértigo. Es significativo que yo sólo conociera la polémica meses más tarde, gracias a una crónica de la revista Sur, y que sólo pudiera leerla uno o dos años después, ayudado por diccionarios y por la paciencia de Madame del Solar, mi profesora de la Alianza Francesa.
Las circunstancias han cambiado, los polemistas han muerto y desde entonces han surgido dos generaciones de escritores. Pero aquella polémica es aún actual. Cada mañana la reactualizan los diarios, con su ración de estragos, y los dilemas políticos y morales en que nos sumen. Los casi treinta años transcurridos han despejado el terreno llevándose la hojarasca. Ya no importa saber si lo que originó la discusión fue, meramente, el disgusto que produjo a Camus el artículo que sobre El hombre rebelde escribió Francis Jeanson en Les Temps Modernes o si esto fue apenas la gota que desbordó el vaso de una diferencia ideológica que había venido incubándose hacía tiempo y que alcanzó su climax con la revelación de la existencia de campos de trabajo forzado en la URSS, hecho ante el que Sartre y Camus reaccionaron de manera diametralmente opuesta.
Cuando uno lo relee, ahora, descubre que lo sustancial del debate consistió en saber si la Historia lo es todo o es sólo un aspecto del destino humano, y si la moral existe autónomamente, como realidad que trasciende el acontecer politico y la praxis social o está visceralmente ligada al desenvolvimiento histórico y la vida colectiva. Son estos temas los que abren un abismo entre los contendores, a pesar de lo mucho que los unía. Ninguno de ellos era un ‘conservador’, satisfecho de la sociedad en que vivía; a ambos escandalizaban las injusticias, la pobreza, la condición obrera, el colonialismo, y ambos anhelaban un cambio profundo de la sociedad. Ninguno de ellos creía en Dios y ambos se llamaban socialistas, aunque ninguno estaba inscrito en un partido y aunque la palabra significara algo distinto para cada cual.
Pero para Sartre no había manera de escapar a la Historia, esa Mesalina del siglo XX. Su metáfora de la pileta es inequívoca. Es posible que las aguas estén llenas de barro y de sangre, pero, qué remedio, estamos zambullidos en ellas y hay que aceptar la realidad, la única con la que contamos. En esta piscina que compartimos hay una división primera y primordial que opone a exptotadores y explotados, a ricos y pobres, a libres y esclavos, a un orden social que nace y otro que decline. A diferencia de los comunistas ortodoxos, que se niegan a ver los crímenes que se cometen en su propio campo, Sartre los reconoce y los condena. Así lo ha hecho con los campos de trabajo forzado en la URSS., por ejemplo. Pero, para él, la única manera legítima de criticar los ‘errores’ del socialismo, las ‘deficiencias’ del marxismo, el ‘dogmatismo’ del partido comunista es a partir de una solidaridad previa y total con quienes -la URSS, la filosofía marxista, los partidos pro-soviéticos- encarnan la causa del progreso, a pesar de todo. Los crímenes de Stalin son abominables, sin duda. Pero peores son aquellos que convierten a la mayoría de la humanidad en una mera fuerza de trabajo, destinada a llenar los bolsillos de la minoría que es dueña del capital y de los útiles de producción y que ejerce, en la práctica, el monopolio de la cultura, la libertad y el ocio. La guerra entre ambos órdenes es a muerte y no hay manera de ser neutral ni indiferente. Quien pretende serlo lo único que logra es volverse un instrumento inerte en manos de uno u otro bando. Por eso hay que tomar partido, y él lo hace en nombre del realismo y de una moral práctica. Con todos sus defectos, la URSS y el socialismo marxista representan la opción de la justicia; el capitalismo, aunque tenga aspectos positivos, hecho el balance será siempre la alternativa de la injusticia.
Para Camus este ‘realismo’ abré las puertas al cinismo político y legitima la horrible creencia de que la verdad, en el dominio de la Historia, está determinada por el éxito. Para él, el hecho de que el socialismo, que representó, en un momento, la esperanza de un mundo mejor, haya recurrido al crimen y al terror, valiéndose de campos de concentración para silenciar a sus opositores -o, mejor dicho, a los opositores de Stalin- lo descalifica y lo confunde con quienes, en la trinchera opuesta, reprimen, explotan y mantienen estructuras económicas intolerables. No hay terror de signo positivo y de signo negativo. La práctica del terror aparta al socialismo de los que fueron sus objetivos, lo vuelve 'cesarista y autoritario’ y lo priva de su arma más importante: el crédito moral. Negarse a elegir entre dos clases de injusticia o de barbarie no es jugar al avestruz ni al arcángel sino reivindicar para el hombre un destino superior al que las ideologías y los gobiernos contemporáneos en pugna quieren reducirlo. Hay un reducto de lo humano que la Historia no llega a domesticar ni a explicar: aquel que hace del hombre alguien capaz de gozar y de soñar, alguien que busca la felicidad del instante como una borrachera que lo arranca al sentimiento de la absurdidad de su condición, abocadaa la muerte. Las razones de la Historia son siempre las de la eficacia, la acción y la razón. Pero el hombre es eso y algo más: contemplación, sinrazón, pasión. Las utopías revolucionarias han causado tanto sufrimiento porque lo olvidaron y, por eso, hay que combatir contra ellas cuando, como ha ocurrido con el socialismo, los medios de que se valen empiezan a corromper los fines hermosos para los que nacieron. El combate contra la injusticia es moral antes que político y puede, en términos htstórtcos, ser inútil y estar condenado al fracaso. No importa. Hay que librarlo, aun cuando sea sin hacerse ilusiones sobre el resultado, pues sería peor admitir que no hay otra alternativa para los seres humanos que escoger entre la explotación económica y la esclavitud política.
¿Quién ganó ese debate? Me atrevo a pensar que, así como en este librito comienza ganándolo Sartre para luego perderlo, se trata de un debate abierto y escurridizo, de resultados cambiantes según las personas que lo protagonizan periódicamente y los acontecimientos políticos y sociales que, a cada rato, lo reavivan y enriquecen con nuevos datos e ideas. ¿Reforma o revolución? ¿Realismo o idealismo político? ¿Historia y moral o Moral e historia? ¿La sociedad es la reina o el individuo es el rey? Resumidos hasta el esqueleto los términos de la polémica, surge la sospecha de que Sartre y Camus fueran apenas los efímeros y brillantes rivales de una disputa vieja como la Historia y que probablemente durará lo que dure la Historia.
Lima, Junio 1981
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