domingo, 30 de septiembre de 2007

Anderson Imbert

Consenso de dos, Corregidor, Buenos Aires, 1999.

Transcribo:

1. Prólogo del autor a su libro de cuentos.
2. El quinto de una serie de textos del libro reunidos bajo el título de "Casos".


Prólogo, págs. 7-8

Hace años describí, lo más concisamente que pude, el tipo de cuento que prefiero: “El cuento es una narración breve en prosa que, por mucho que se apoye en un acontecer real, revela siempre la imaginación de un narrador individual. La acción -cuyos agentes son hombres, animales humanizados o cosas inanimadas- consta de una serie de acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y distensiones, graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un desenlace satisfactorio” (Teoría y técnica del cuento, 1979).

Decir que el cuento “revela siempre la imaginación de un narrador individual” fue una verdad a medias porque lo que revela es la totalidad de la conciencia. Sin duda en el proceso de la creación de un cuento la imaginación prevalece pero al mismo tiempo cada cuento acentúa una u otra de las demás funciones mentales: la percepción, el sentimiento, la memoria, la fantasía, la voluntad, la inteligencia… Indivisible la unidad de la conciencia: indivisible la unidad del cuento. Solamente se corren los acentos.

Y a propósito de la inteligencia: escribimos con palabras, que son formas lógicas, y ya este hecho impone un tono intelectual a la escritura, por más que intentemos expresar una experiencia profunda, irracional, íntima, poética.

Hay diferencias entre el lenguaje discursivo de la ciencia, que es comunicación de lo conceptual, general, y el lenguaje lírico de la poesía, que es expresión de lo intuitivo, particular: pero el lenguaje narrativo evita ambos extremos y crea su propio mundo imaginativo sin prescindir del conocimiento del mundo externo.

La combinación de inteligencia e imaginación suele caer en la alegoría, que transforma ideas en figuras. Lamentaría que “Parada en la línea del 107” fuera juzgado como cuento alegórico, donde la filosofía se disfraza de ficción.

El resto de la colección es normal. Algunos cuentos son ensayísticos, como “Inter-yoes e Intra-textos” o “Teatro del absurdo”. Otros son fantásticos, con intervención de lo sobrenatural, como los de “Apócrifos” o “Vudú Gegé”. Hay cuentos de realismo mágico, con un aire extraño, como en “Soy aéreo” o “Su mayor deseo”. Más o menos imaginativos, más o menos inteligentes, todos los cuentos están construidos como un juego de buen humor.


Casos, págs. 138-139

5. Por los clavos de Cristo

Puedo imaginar los sentimientos de la mujer que, en un ataque de locura religiosa, fue a la iglesia y, compadecida ante un Cristo ensangrentado por las espinas de la corona, se subió al altar y con unas tenazas se puso a arrancárselas (en realidad son clavos hundidos en la frente de madera).
En cambio me cuesta imaginar qué sintió el cura cuando, a los gritos de “¡sacrilegio, sacrilegio!”, detuvo a la mujer y después, a martillazos volvió a meter los clavos en la cabeza de su Señor.

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