domingo, 30 de septiembre de 2007

Mario Vargas Llosa

PROLOGO A ENTRE SARTRE Y CAMUS

Estos textos fueron dictados por la transeúnte actualidad y publicados en periódicos y revistas a lo largo de veinte años. Dicen más sobre quien los escribió que sobre Sartre, Camus o Simone de Beauvoir. Están plagados de contradicciones, repeticiones y rectificaciones y acaso eso sea lo único que los justifique: mostrar el itinerario de un latinoamericano que hizo su aprendizaje intelectual deslumbrado por la inteligencia y los vaivenes dialécticos de Sartre y terminó abrazando el reformismo libertario de Camus.

Bajo su aparente desorden, les da unidad la polémica que aquellos dos príncipes de la corte literaria francesa sostuvieron en los años cincuenta y de la que cada artículo da testimonio parcial e, incluso, tendencioso, pues era una polémica que, sin saberlo, también se llevaba a cabo en mí y conmigo mismo. Estos textos indican que a lo largo de esos veinte años los temas y argumentos esgrimidos por Sartre y Camus reaparecían una y otra vez en lo que yo pensaba y escribía, resucitados por las nuevas experiencias políticas y mi propia aventura personal obligándome a revisarlos bajo esas nuevas luces, a repensarlos y a repensarme hasta acabar dándole la razón a Camus dos décadas después de habérsela dado a Sartre.

Vale la pena recordar ahora, pues pocos lo hacen, esa célebre polémica del verano parisino de 1952, que tuvo como escenario las páginas de Les Temps Modernes y que opuso a los autores de La náusea y La peste, hasta entonces amigos y aliados y las dos figuras más influyentes del momento en la Europa que se levantaba de las ruinas de la guerra. Fue un hermoso espectáculo, en la mejor tradición de esos fuegos de artificio dialéctico en los que ningún pueblo ha superado a los franceses, con un formidable despliegue, por ambas partes, de buena retórica, desplantes teatrales, golpes bajos, fintas y zarpazos, y una abundancia de ideas que producía vértigo. Es significativo que yo sólo conociera la polémica meses más tarde, gracias a una crónica de la revista Sur, y que sólo pudiera leerla uno o dos años después, ayudado por diccionarios y por la paciencia de Madame del Solar, mi profesora de la Alianza Francesa.

Las circunstancias han cambiado, los polemistas han muerto y desde entonces han surgido dos generaciones de escritores. Pero aquella polémica es aún actual. Cada mañana la reactualizan los diarios, con su ración de estragos, y los dilemas políticos y morales en que nos sumen. Los casi treinta años transcurridos han despejado el terreno llevándose la hojarasca. Ya no importa saber si lo que originó la discusión fue, meramente, el disgusto que produjo a Camus el artículo que sobre El hombre rebelde escribió Francis Jeanson en Les Temps Modernes o si esto fue apenas la gota que desbordó el vaso de una diferencia ideológica que había venido incubándose hacía tiempo y que alcanzó su climax con la revelación de la existencia de campos de trabajo forzado en la URSS, hecho ante el que Sartre y Camus reaccionaron de manera diametralmente opuesta.

Cuando uno lo relee, ahora, descubre que lo sustancial del debate consistió en saber si la Historia lo es todo o es sólo un aspecto del destino humano, y si la moral existe autónomamente, como realidad que trasciende el acontecer politico y la praxis social o está visceralmente ligada al desenvolvimiento histórico y la vida colectiva. Son estos temas los que abren un abismo entre los contendores, a pesar de lo mucho que los unía. Ninguno de ellos era un ‘conservador’, satisfecho de la sociedad en que vivía; a ambos escandalizaban las injusticias, la pobreza, la condición obrera, el colonialismo, y ambos anhelaban un cambio profundo de la sociedad. Ninguno de ellos creía en Dios y ambos se llamaban socialistas, aunque ninguno estaba inscrito en un partido y aunque la palabra significara algo distinto para cada cual.

Pero para Sartre no había manera de escapar a la Historia, esa Mesalina del siglo XX. Su metáfora de la pileta es inequívoca. Es posible que las aguas estén llenas de barro y de sangre, pero, qué remedio, estamos zambullidos en ellas y hay que aceptar la realidad, la única con la que contamos. En esta piscina que compartimos hay una división primera y primordial que opone a exptotadores y explotados, a ricos y pobres, a libres y esclavos, a un orden social que nace y otro que decline. A diferencia de los comunistas ortodoxos, que se niegan a ver los crímenes que se cometen en su propio campo, Sartre los reconoce y los condena. Así lo ha hecho con los campos de trabajo forzado en la URSS., por ejemplo. Pero, para él, la única manera legítima de criticar los ‘errores’ del socialismo, las ‘deficiencias’ del marxismo, el ‘dogmatismo’ del partido comunista es a partir de una solidaridad previa y total con quienes -la URSS, la filosofía marxista, los partidos pro-soviéticos- encarnan la causa del progreso, a pesar de todo. Los crímenes de Stalin son abominables, sin duda. Pero peores son aquellos que convierten a la mayoría de la humanidad en una mera fuerza de trabajo, destinada a llenar los bolsillos de la minoría que es dueña del capital y de los útiles de producción y que ejerce, en la práctica, el monopolio de la cultura, la libertad y el ocio. La guerra entre ambos órdenes es a muerte y no hay manera de ser neutral ni indiferente. Quien pretende serlo lo único que logra es volverse un instrumento inerte en manos de uno u otro bando. Por eso hay que tomar partido, y él lo hace en nombre del realismo y de una moral práctica. Con todos sus defectos, la URSS y el socialismo marxista representan la opción de la justicia; el capitalismo, aunque tenga aspectos positivos, hecho el balance será siempre la alternativa de la injusticia.

Para Camus este ‘realismo’ abré las puertas al cinismo político y legitima la horrible creencia de que la verdad, en el dominio de la Historia, está determinada por el éxito. Para él, el hecho de que el socialismo, que representó, en un momento, la esperanza de un mundo mejor, haya recurrido al crimen y al terror, valiéndose de campos de concentración para silenciar a sus opositores -o, mejor dicho, a los opositores de Stalin- lo descalifica y lo confunde con quienes, en la trinchera opuesta, reprimen, explotan y mantienen estructuras económicas intolerables. No hay terror de signo positivo y de signo negativo. La práctica del terror aparta al socialismo de los que fueron sus objetivos, lo vuelve 'cesarista y autoritario’ y lo priva de su arma más importante: el crédito moral. Negarse a elegir entre dos clases de injusticia o de barbarie no es jugar al avestruz ni al arcángel sino reivindicar para el hombre un destino superior al que las ideologías y los gobiernos contemporáneos en pugna quieren reducirlo. Hay un reducto de lo humano que la Historia no llega a domesticar ni a explicar: aquel que hace del hombre alguien capaz de gozar y de soñar, alguien que busca la felicidad del instante como una borrachera que lo arranca al sentimiento de la absurdidad de su condición, abocadaa la muerte. Las razones de la Historia son siempre las de la eficacia, la acción y la razón. Pero el hombre es eso y algo más: contemplación, sinrazón, pasión. Las utopías revolucionarias han causado tanto sufrimiento porque lo olvidaron y, por eso, hay que combatir contra ellas cuando, como ha ocurrido con el socialismo, los medios de que se valen empiezan a corromper los fines hermosos para los que nacieron. El combate contra la injusticia es moral antes que político y puede, en términos htstórtcos, ser inútil y estar condenado al fracaso. No importa. Hay que librarlo, aun cuando sea sin hacerse ilusiones sobre el resultado, pues sería peor admitir que no hay otra alternativa para los seres humanos que escoger entre la explotación económica y la esclavitud política.

¿Quién ganó ese debate? Me atrevo a pensar que, así como en este librito comienza ganándolo Sartre para luego perderlo, se trata de un debate abierto y escurridizo, de resultados cambiantes según las personas que lo protagonizan periódicamente y los acontecimientos políticos y sociales que, a cada rato, lo reavivan y enriquecen con nuevos datos e ideas. ¿Reforma o revolución? ¿Realismo o idealismo político? ¿Historia y moral o Moral e historia? ¿La sociedad es la reina o el individuo es el rey? Resumidos hasta el esqueleto los términos de la polémica, surge la sospecha de que Sartre y Camus fueran apenas los efímeros y brillantes rivales de una disputa vieja como la Historia y que probablemente durará lo que dure la Historia.

Lima, Junio 1981

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