martes, 9 de octubre de 2007

La oscuridad


El primero de estos dos cuentos que reuní bajo el título -o manto de- La oscuridad, lo leí una tarde en el colegio. Laura seguro, y creo que Pilar también, me pidieron que lo pasara ya que aquella vez lo leyó preciosamente, pero algo entrecortado, la hermana menor de la señorita Kauer. Aprovecho para agregar el segundo texto y para decirles que me pone muy contento que hayan armado un blog.





La Oscuridad





Los primeros animales

Falta su nombre, pudo ser Ralph, el valiente, o el bravo Antonio. Hijo de pescador. Uno, al verlo, imagina un jugador reservado, aunque en la única filmación que lo conserva, apenas saluda con el brazo, mientras un locutor explica a la audiencia qué es una escafandra o un periscopio y el motivo de la empresa.

Si bien las pocas precisiones necesarias serán en general vagas, el hecho sucede en los últimos años de la década del treinta. Es conveniente recordar dos cosas. Primero, que no había televisión y que la radio encendida –puede que a muchos la aclaración les sobre– como alguna vez las brasas, distinguía cada tarde, el trabajo del ocio. Segundo, sobre la profundidad del mar sabían los militares, y poco; la gente (exceptuando oceanógrafos y biólogos marinos, científicos del mar y pescadores), sabía menos todavía. En el fondo, unas pocas ballenas y serpientes medievales empezaban a confundirse con Verne. También es importante aclarar que Ralph, o Antonio, no era Jacques Cousteau.

Ralph era simple y norteamericano. No muy alto, espalda de cargador, bastantes canas y todo el pelo rapado como soldado o como un chico. Tendría 43 años. Saludaba desde la borda de una lancha remolque. Parecía contento. El brillo de la sonrisa ocultaba a medias el temor a morir de asfixia o que el megalodón fuera cierto. Sir Christopher Balldack, en sus crónicas de 1893, aseguraba haber visto un inmenso tiburón, capaz de destrozar un velero con un mordisco. Pero eso lo aprendí en otra película y el resto de la tripulación estaba demasiado ocupada trabajando como para pensar en estas cosas.

Ralph revisó las cadenas y la polea. Nadie aprobó la inmersión verificando una planilla; el visto bueno llegó con un par de palmadas sobre el gruesísimo metal de esa esfera que habían construido. Después de abrazar a cada uno de sus hombres, Ralph ingresó al submarino. Desde el interior saludó a la audiencia. Una grúa lo alzó, giró a la derecha y empezó el descenso. La aventura sucedió a través de un ojo de buey de vidrio verde.

Durante los primeros metros anotició mínimas apariciones animales. Después los reinos conocidos no merecieron un comentario memorable, y la oscuridad clausuró su imaginación. Los oyentes, sordos por el fuerte sonido de la respiración, eran incapaces de descifrar las palabras que Ralph repetía, meras murmuraciones sobre lo oscuro. Así, miles de personas se fueron adormeciendo con la lentitud con que se desarrollaba la conquista. El locutor empezó a llenar baches y Ralph apenas podía seguirlo ¿le faltaba aire y no podía pensar? Aparecieron los peces iridiscentes.

Prácticamente despertó. La nebulosa blanca, ambigua como las manchas que nacen al presionarnos los ojos con los dedos, viajaba a una velocidad tan imprecisa como su forma y sustancia. Con palabras claras aseguró divisar algo. Los que dormían en sus casas, con la cara hundida entre los brazos, sobre la mesa, levantaron la cabeza. Las señoras volvieron a sentarse y la esfera atravesó el cardumen de peces brillantes. Ralph gritaba.

A algunas de estas señoras les faltó el aire y sus maridos intentaron calmarlas. Los niños, como siempre, burlaron la seriedad de sus padres dando un salto y echándose a correr, de la silla al piso, en carrera hasta la puerta; en los pasillos gritaban, repetían la noticia para no olvidarla antes de llegar a la calle, sin notarlo inventaban un canto. ¡Estrellas! ¡Estrellas! ¡Estrellas!



Róbinson Rodríguez

Una piedra cayendo en un estanque sería una imagen acertada. Róbinson agarra a Peluca de las orejas y lo obliga a mojar en la sopa la punta de la nariz. La única onda espesa que se expande podría ser todo el sonido, como también el vuelo de las moscas o la respiración y la tos, sobre un fondo de viento que no choca con nada. Róbinson mira a los demás, por turno, son seis, ninguno reacciona. “Muy bien”, dice, y asiente con la cabeza. Después asiente a las cosas que lo rodean, –exceptuando el arma sobre la mesa, que evita enfáticamente–, se rasca el mentón y sus pasos se dirigen hacia los objetos que llamaron su atención. Pero en el galpón no hay mucho que ver, hay una linterna a kerosene de dudoso funcionamiento, una carretilla y unas cuantas palas sin filo y otros tantos picos. Camina asintiendo, recorre el galpón como si no hubiese tomado el recaudo de imaginarlo en sus detalles esenciales –la cantidad de cuartos, las puertas, las salidas. Peluca agarra la cuchara, pero entonces Róbinson vuelve a agarrarlo de las orejas para volver a hundirle la cara en el plato.

Esta vez la sopa desborda. Sólo un chico de 14 años, el más inexperto, busca el cuchillo. Los otros seis aprendieron a no reaccionar la vez anterior, a esperar callados. Peluca intenta decir algo pero sus palabras se deforman cuando estallan las burbujas. Róbinson sigue en silencio, los otros escuchan a su jefe como el motor de una lancha. Después Róbinson pregunta si a alguno le queda alguna duda. Peluca recuesta la cara de lado para poder respirar, la sopa le llega al tímpano. Róbinson vuelve a preguntar, lo suelta y repite la información básica: $20.000, el jueves.

“Robinson Rodríguez se va caminando”, dice después, sin tener ninguna razón para hacerlo más que la ocurrencia oportuna de revelar sus pasos. “¿Alguien quiere alcanzarme?”. “Buenas noches.”

Al salir, la negrura lo sorprende, adentro no sintió caer la noche. La estación no se ve. La ruta tampoco se ve, no se distingue del cielo. Camina hacia el farol, la vista empieza a calmarse gracias a las percepciones de sus pies. Un camino de tierra con piedras, pasto alto, incluso con la vista recuperada por alguna razón siente más seguro confiar en sus pisadas. El farol deja de ser un círculo amarillo, distingue el poste que lo sostiene, surge la silueta de la estación. “¿Cómo vuelvo?”, la pregunta parece escrita en la oscuridad. Las referencias –caminar hacia el molino sin desviarse– parecen perdidas. La ruta es la opción más peligrosa. Se oye hablar, pero el mero hecho de ordenar sus pensamientos en oraciones le parece una actitud cobarde, sabe de sobra lo que tiene que hacer. Tiene que ubicar el molino. Cruzar por el campo.

Ahora, bajo el circulo blanco del farol, descubre una rata muerta, aplastada. Casi la pisa, pega un salto y suelta un grito, cae con los pies bizcos y las piernas blandas. Mira hacia el galpón. No lo vieron. Todavía no hablan. Está bajo circulo blanco. La luz del farol lo ciega y es todo blanco o todo negro. Recuerda una ronda, no se habla, no se dice lo que tiene que hacer, pero ahora sus palabras son lo único que ve con alguna claridad. Cinco amigos rodean a Wenceslao, un niño frágil. Róbinson también se burla. Le dicen pajarito porque tiene la voz finita. Pero Róbinson mientras le grita no piensa en la voz de Wenceslao sino en sus piernas, tan flacas como las suyas. Por eso se mantiene afuera de la roda y la circunda sin que lo vean. Grita hasta perder la voz, abraza a sus compañeros para reír a carcajadas con ellos. Róbinson oye esas risas, por eso mira el galpón asustado. Llegan algunas voces, se abre la puerta. Róbinson decide no moverse del circulo blanco. El chico sube a su bicicleta sin tomar ningún recaudo. Agarra la ruta. Como antes sucedió con la rata, a último momento una maniobra evita que atropelle a Róbinson Rodríguez. “Disculpe”, alcanza a decir, inmediatamente lo traga la oscuridad; Róbinson guarda el arma. Resopla, y aunque no puede verse reflejado, siente que el cuero de la cara forma una sonrisa que se dirige hacia adentro. En oraciones ordenadas se confiesa el sentido del recuerdo. Parece una voz en lo blanco, escrito sobre la noche. Es un cobarde. En cuanto a lo demás, es imposible saber si eso es algo, un dragón o el molino.

1 comentario:

PAR dijo...

Desde hace días que tengo ganas de sacarme el sombrero ante Aquiles.

Más allá de la prosa impecable de los cuentos, la operación en la sección "Etiquetas" muestra en forma genial lo que hay que hacer en términos generales en el ámbito de la cultura; muestra el núcleo de toda actividad cultural valiosa: no aceptar las clasificaciones, secciones, modalidades, canales, idiosincracias, jerarquías, cánones, etc., sino utilizarlos, explotarlos, apropiárselos, dotarlos de vida, de vuelo, de creatividad, de interés propio, de uno.

El gesto de Aquiles nos regaló el don de disponer de la sección "Etiquetas", en vez de que la sección "Etiquetas" disponga de nosotros -en los términos monótonos de "Lecturas" y "Escrituras" que mi neurosis había querido imponernos-.

La poesía estuvo también en el pie de página en esta oportunidad -no hay ningún altar, ningún lugar sagrado para ella-.

El resplandor poético -belleza, inteligencia- de leer lo que puso Aquiles en "Etiqueta" tuvo inmejorable continuidad en la inmediatez, complicidad e inteligencia con la que Alan siguió el juego abierto por Aquiles.

Por todo eso, sombrero en mano, aplausos para ambos.